Mi Dueña se define como sádica. Lo hace de buenas a primeras, como carta de presentación o quizás como advertencia, y no lo dice porque sí. Le encantan los juegos que implican dolor físico y se puede percibir, cuando los practica, hasta qué punto los disfruta. Y hasta qué punto, también, mantiene en todo momento un estado de alerta, pendiente siempre de mis reacciones. En parte para disfrutarlas: se relame cuando no soy capaz de controlar mis temblores, por ejemplo. Pero en parte también, y sobre todo, para asegurarse de que todo va bien, de que estamos dentro de mis capacidades, de que el dolor nunca llega a ser daño.
A
mí me gustan más los juegos que implican dolor mental. Disfruto mucho
más cuando doblega mi mente que cuando doblega mi cuerpo. Sobre todo
cuando lo hace de una forma exigente, dura, severa. Cuando es de verdad.
Cuando la humillación se convierte en un fuego que me quema
(literalmente) por dentro.
Ella tiene muchísima
destreza en todo lo relacionado con el dolor físico. Maneja la fusta
como si fuera una extensión de su brazo, conoce las particularidades de
cada instrumento, el distinto efecto de cada uno de ellos, la intensidad
precisa que puede aplicar en cada momento... en fin, es una maestra en
la materia. Sin embargo, con los juegos de humillación, tiene muchas más
dudas. Nunca habían sido una preferencia para ella, así que su
experiencia es menor en estas lides, lo cual la hace andarse con
muchísima prudencia. Su prioridad es clara: neminem laedere. No causar
daño. Y sabe además que un azote demasiado severo puede provocar
simplemente un mal rato de escozor, pero que una palabra demasiado
afilada puede ser devastadora. Porque los juegos de humillación, cuando
son de verdad, se mueven siempre sobre unos límites que es peligroso (y
relativamente sencillo) traspasar.
Por eso es
un camino por el que avanzamos lentamente. Y eso que yo le pido
abiertamente hacerlo, pero ella -siempre prudente- impone el ritmo
adecuado para que no demos ningún paso en falso.
A
mí me pueden el deseo y la fantasía, no lo voy a negar. Como tampoco
voy a negar que, a menudo, la fantasía nos aboca a confusión. Me vuelve
loco la idea de que Mi Dueña me escupa en la cara, me aplaste la cabeza
contra el suelo, me trate con el mayor desdén... en fin, que me degrade
de la manera más clásica posible. Se lo cuento, le explico lo mucho que
me atraen esas prácticas, esas situaciones, le suplico que me someta a
ellas. Y en algún momento, ella me confiesa que ha tenido algún deseo
similar. Alguno compartido porque, al parecer, cuando mi cabeza está en
el suelo, sus ganas de pisarla son las mismas que tengo yo de que lo
haga. Algún otro, en cambio, me sorprende. Como cuando me recuerda un
momento en el que tuvo en su mano un vaso lleno de orina y se cruzó por
su mente la idea de echármelo a la cara. No lo hizo en ese momento y yo,
al escuchar esta confesión tardía, ardo en deseos de que lo haga tan
pronto como tenga la ocasión.
En un momento
dado, nos lanzamos. Bueno, Mi Dueña se lanza y me arrastra a los
infiernos. Los primeros compases son tranquilos, a modo de tanteo. Su
prudencia, su precaución, su cuidado, siempre por encima de todo. Pero
poco a poco, la intensidad crece y siento ya ese fuego dentro de mí. No
me ha llamado "perro sarnoso" ni me ha obligado a arrodillarme. Todo lo
contrario: crea una tremenda cercanía conmigo. Un regalo envenenado.
Deliciosamente envenenado, pero envenenado al fin y al cabo.
Siento
cómo se incrementa el nivel y cómo ella juega con todo aquello que
encuentra en mis profundidades. Mis miedos, mis debilidades, mis
carencias, mis vergüenzas. Siento que estoy perdido y que no hay lugar
en el que pueda esconderme. Y siento también que es duro. No es sólo un
juego, es algo más. Es algo que duele de verdad. Como los azotes, pero
por dentro. Y como pasa con los azotes, sólo tienen sentido cuando
duelen de verdad.
Navego entre dos aguas. Entre
el placer que por alguna extraña razón me provoca todo esto y el dolor
mental que sin duda representa. Y con un problema añadido: cuanto más me
duele, más lo disfruto.
En un momento dado,
estando ella encima de mí, le pido que me escupa en la cara y me lo
niega. Primero pienso que simplemente le divierte negármelo, como
recordatorio de quién manda y quién decide, pero pronto veo que hay otra
razón. Pronto veo que mi motivación al pedírselo no era la que yo mismo
había pensado: no quería una mayor humillación a través de ese acto de
desprecio, sino que estaba buscando en realidad un refugio. Si Mi Dueña
me aborreciera, todo sería mucho más sencillo. Paradójico, ¿verdad?
Es
fácil ser un "perro sarnoso", pensándolo bien. Es fácil estar de
rodillas y llevar un collar. Es fácil ser el sumiso, el esclavo, la
última mierda. Es fácil recibir su desdén. Qué curioso. Es más difícil
en cambio recibir su afecto. Es más difícil sentirse importante para
ella. Es más difícil ser todo lo que ella sabe que puedo ser.
Me
habría ayudado mucho ese escupitajo. Un acto de desdén, de
verticalidad, de distancia. Me habría podido relajar. Por eso me lo
negó, supongo. Y por eso pude seguir sufriendo tanto. Y disfrutando
tanto. Y por eso mismo, sólo pude decirle unas palabras que
entremezclaban un descubrimiento inesperado, una admiración profunda y
un cariño infinito:
"Te odio..."
0 comentarios:
Publicar un comentario