31 jul 2024

Odio a Mi Dueña.

Mi Dueña se define como sádica. Lo hace de buenas a primeras, como carta de presentación o quizás como advertencia, y no lo dice porque sí. Le encantan los juegos que implican dolor físico y se puede percibir, cuando los practica, hasta qué punto los disfruta. Y hasta qué punto, también, mantiene en todo momento un estado de alerta, pendiente siempre de mis reacciones. En parte para disfrutarlas: se relame cuando no soy capaz de controlar mis temblores, por ejemplo. Pero en parte también, y sobre todo, para asegurarse de que todo va bien, de que estamos dentro de mis capacidades, de que el dolor nunca llega a ser daño.


A mí me gustan más los juegos que implican dolor mental. Disfruto mucho más cuando doblega mi mente que cuando doblega mi cuerpo. Sobre todo cuando lo hace de una forma exigente, dura, severa. Cuando es de verdad. Cuando la humillación se convierte en un fuego que me quema (literalmente) por dentro.

Ella tiene muchísima destreza en todo lo relacionado con el dolor físico. Maneja la fusta como si fuera una extensión de su brazo, conoce las particularidades de cada instrumento, el distinto efecto de cada uno de ellos, la intensidad precisa que puede aplicar en cada momento... en fin, es una maestra en la materia. Sin embargo, con los juegos de humillación, tiene muchas más dudas. Nunca habían sido una preferencia para ella, así que su experiencia es menor en estas lides, lo cual la hace andarse con muchísima prudencia. Su prioridad es clara: neminem laedere. No causar daño. Y sabe además que un azote demasiado severo puede provocar simplemente un mal rato de escozor, pero que una palabra demasiado afilada puede ser devastadora. Porque los juegos de humillación, cuando son de verdad, se mueven siempre sobre unos límites que es peligroso (y relativamente sencillo) traspasar.

Por eso es un camino por el que avanzamos lentamente. Y eso que yo le pido abiertamente hacerlo, pero ella -siempre prudente- impone el ritmo adecuado para que no demos ningún paso en falso. 

A mí me pueden el deseo y la fantasía, no lo voy a negar. Como tampoco voy a negar que, a menudo, la fantasía nos aboca a confusión. Me vuelve loco la idea de que Mi Dueña me escupa en la cara, me aplaste la cabeza contra el suelo, me trate con el mayor desdén... en fin, que me degrade de la manera más clásica posible. Se lo cuento, le explico lo mucho que me atraen esas prácticas, esas situaciones, le suplico que me someta a ellas. Y en algún momento, ella me confiesa que ha tenido algún deseo similar. Alguno compartido porque, al parecer, cuando mi cabeza está en el suelo, sus ganas de pisarla son las mismas que tengo yo de que lo haga. Algún otro, en cambio, me sorprende. Como cuando me recuerda un momento en el que tuvo en su mano un vaso lleno de orina y se cruzó por su mente la idea de echármelo a la cara. No lo hizo en ese momento y yo, al escuchar esta confesión tardía, ardo en deseos de que lo haga tan pronto como tenga la ocasión.

En un momento dado, nos lanzamos. Bueno, Mi Dueña se lanza y me arrastra a los infiernos. Los primeros compases son tranquilos, a modo de tanteo. Su prudencia, su precaución, su cuidado, siempre por encima de todo. Pero poco a poco, la intensidad crece y siento ya ese fuego dentro de mí. No me ha llamado "perro sarnoso" ni me ha obligado a arrodillarme. Todo lo contrario: crea una tremenda cercanía conmigo. Un regalo envenenado. Deliciosamente envenenado, pero envenenado al fin y al cabo.

Siento cómo se incrementa el nivel y cómo ella juega con todo aquello que encuentra en mis profundidades. Mis miedos, mis debilidades, mis carencias, mis vergüenzas. Siento que estoy perdido y que no hay lugar en el que pueda esconderme. Y siento también que es duro. No es sólo un juego, es algo más. Es algo que duele de verdad. Como los azotes, pero por dentro. Y como pasa con los azotes, sólo tienen sentido cuando duelen de verdad.

Navego entre dos aguas. Entre el placer que por alguna extraña razón me provoca todo esto y el dolor mental que sin duda representa. Y con un problema añadido: cuanto más me duele, más lo disfruto.
 

 
En un momento dado, estando ella encima de mí, le pido que me escupa en la cara y me lo niega. Primero pienso que simplemente le divierte negármelo, como recordatorio de quién manda y quién decide, pero pronto veo que hay otra razón. Pronto veo que mi motivación al pedírselo no era la que yo mismo había pensado: no quería una mayor humillación a través de ese acto de desprecio, sino que estaba buscando en realidad un refugio. Si Mi Dueña me aborreciera, todo sería mucho más sencillo. Paradójico, ¿verdad?

Es fácil ser un "perro sarnoso", pensándolo bien. Es fácil estar de rodillas y llevar un collar. Es fácil ser el sumiso, el esclavo, la última mierda. Es fácil recibir su desdén. Qué curioso. Es más difícil en cambio recibir su afecto. Es más difícil sentirse importante para ella. Es más difícil ser todo lo que ella sabe que puedo ser. 

Me habría ayudado mucho ese escupitajo. Un acto de desdén, de verticalidad, de distancia. Me habría podido relajar. Por eso me lo negó, supongo. Y por eso pude seguir sufriendo tanto. Y disfrutando tanto. Y por eso mismo, sólo pude decirle unas palabras que entremezclaban un descubrimiento inesperado, una admiración profunda y un cariño infinito:
 
 "Te odio..."
 

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