Había una columna. Era de base cuadrada, estaba forrada de espejos y
ocupaba un espacio casi central en el salón. Sí, había una columna en el
apartamento en el que nos encontramos por primera vez, hace cuatro
años, Mi Dueña y yo.
Ella me lo hizo notar enseguida,
resaltando lo interesante que podía ser para nuestros juegos. Y cuando
me enseñó poco después los instrumentos que había traído consigo, no
pude evitar tragar saliva. Una fusta con nombre propio, varios floggers,
una caña de bambú, palas de distintos tamaños... en fin... todo un
arsenal.
No puedo decir que me sorprendiera,
porque ella me lo había advertido la primera vez que hablamos, la noche
en que nos conocimos: se declaraba sádica y se confesaba una apasionada
de los azotes. Pero debo admitir, aun así, que me impresionó. O bueno,
para ser más claro, puedo decir que me asustó. Sobre todo cuando me
ordenó, con voz suave pero firme, que me apoyara en la columna y dejase
mi cuerpo a su disposición.
Mi piel quedaba en
sus manos. Y yo, que nunca había sido especialmente masoquista, que
tenía de hecho bastante miedo al dolor, apreté los dientes y me resigné.
Pensé que aquél iba a ser el precio a pagar por todo lo demás que
compartía con ella. Un trato justo, al fin y al cabo, porque todo lo
demás era muy bueno, muy intenso, muy profundo. En todo eso debía de
estar yo pensando cuando llegaron los primeros azotes. Con la palma de
su mano, si mal no recuerdo. Azotes suaves, de tanteo. Un juego de
exploración. Después vinieron algunos más, con distintos instrumentos de
por medio. Crecían en número y crecían en intensidad pero yo, para mi
propia sorpresa, me sentía bien con ellos. Es lógico que así fuera
porque, en realidad, con quien me sentía bien era con ella.
Nos
despertamos al día siguiente y yo, saliéndome del guión que mi
prudencia había escrito, le pedí por favor que me azotara de nuevo. Por
favor, nada menos. Y ella, amable y complaciente, dejó que la palma de
su mano visitará de nuevo mi piel.
Había una
columna. Cilíndrica y de color marrón, situada en un extremo del salón y
parapetada detrás de un sofá. En efecto, había también una columna en
el apartamento que hemos compartido hace sólo unos días Mi Dueña y yo.
De
nuevo ella la puso en valor. La columna parecía llamarnos a gritos,
invitándonos a valernos de ella como perfecto escenario para compartir
de nuevo nuestros juegos. A mí esta vez ya no me dio miedo. Ahora
conozco ya el efecto de sus azotes y, aunque la simple visión de alguno
de sus instrumentos me siga haciendo tragar saliva, sé muy bien que
deseo tanto como ella compartir esa deliciosa intimidad que surge entre
nosotros en esos momentos.
Nos conocemos hoy
mucho más que en ese primer encuentro, por lo que su confianza ha
vencido a mi miedo y su maestría ha desterrado a mi inexperiencia. Hemos
avanzado mucho en el conocimiento mutuo el uno del otro. Y hemos
avanzado mucho también en el sinuoso camino de los azotes. Hemos ganado
en variedad y en intensidad. Así pues, esa columna marrón nos iba a
venir muy bien.
Y el caso es que ni la rozamos.
Ahí se quedó, observando sorprendida cómo compartíamos nuestro tiempo
juntos olvidándonos de ella por completo. Olvidándonos hasta de la
fusta.
Temí a la primera columna, la cuadrada,
a la que sólo me amarré unos minutos para recibir unos pocos azotes. Me
habría pasado todo el tiempo del mundo apoyado en la segunda, la
cilíndrica, exponiendo mi piel a cualquier uso que Mi Dueña hubiera
querido darle. Ella lo sabe, yo lo sé. Quizás por eso ni siquiera fue
necesario utilizarla.
¿Tendremos una columna
la próxima vez? A saber. Lo que sí tenemos claro es que, cuando estamos
juntos, ha dejado de importarnos lo que tengamos y lo que no. Ha dejado
de importarnos lo que hagamos y qué no. Ha dejado de importarnos cuánto
tiempo tengamos y cuánto no. Quizás porque sabemos que, en el fondo, lo
tenemos todo.
el_siervo[AI]
1 comentarios:
Mis expectativas han sido superadas al leer esta entrada, y eso que las expectativas eran muy altas. Pero es que cada palabra destila emoción, autenticidad y profundidad.
Habitualmente me resulta fácil identificarme con las situaciones que vive el sumiso, pero adentrarse en estas líneas son como hacer un viaje astral.
Me quedo suspirando por apoyarme en la columna, expuesto, tragando saliva.
Gracias por regalarnos esta otra mirada tan especial.
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