15 nov 2023

Había una columna.

 Había una columna. Era de base cuadrada, estaba forrada de espejos y ocupaba un espacio casi central en el salón. Sí, había una columna en el apartamento en el que nos encontramos por primera vez, hace cuatro años, Mi Dueña y yo.

Ella me lo hizo notar enseguida, resaltando lo interesante que podía ser para nuestros juegos. Y cuando me enseñó poco después los instrumentos que había traído consigo, no pude evitar tragar saliva. Una fusta con nombre propio, varios floggers, una caña de bambú, palas de distintos tamaños... en fin... todo un arsenal. 

No puedo decir que me sorprendiera, porque ella me lo había advertido la primera vez que hablamos, la noche en que nos conocimos: se declaraba sádica y se confesaba una apasionada de los azotes. Pero debo admitir, aun así, que me impresionó. O bueno, para ser más claro, puedo decir que me asustó. Sobre todo cuando me ordenó, con voz suave pero firme, que me apoyara en la columna y dejase mi cuerpo a su disposición.

Mi piel quedaba en sus manos. Y yo, que nunca había sido especialmente masoquista, que tenía de hecho bastante miedo al dolor, apreté los dientes y me resigné. Pensé que aquél iba a ser el precio a pagar por todo lo demás que compartía con ella. Un trato justo, al fin y al cabo, porque todo lo demás era muy bueno, muy intenso, muy profundo. En todo eso debía de estar yo pensando cuando llegaron los primeros azotes. Con la palma de su mano, si mal no recuerdo. Azotes suaves, de tanteo. Un juego de exploración. Después vinieron algunos más, con distintos instrumentos de por medio. Crecían en número y crecían en intensidad pero yo, para mi propia sorpresa, me sentía bien con ellos. Es lógico que así fuera porque, en realidad, con quien me sentía bien era con ella.

Nos despertamos al día siguiente y yo, saliéndome del guión que mi prudencia había escrito, le pedí por favor que me azotara de nuevo. Por favor, nada menos. Y ella, amable y complaciente, dejó que la palma de su mano visitará de nuevo mi piel.

Había una columna. Cilíndrica y de color marrón, situada en un extremo del salón y parapetada detrás de un sofá. En efecto, había también una columna en el apartamento que hemos compartido hace sólo unos días Mi Dueña y yo.

De nuevo ella la puso en valor. La columna parecía llamarnos a gritos, invitándonos a valernos de ella como perfecto escenario para compartir de nuevo nuestros juegos. A mí esta vez ya no me dio miedo. Ahora conozco ya el efecto de sus azotes y, aunque la simple visión de alguno de sus instrumentos me siga haciendo tragar saliva, sé muy bien que deseo tanto como ella compartir esa deliciosa intimidad que surge entre nosotros en esos momentos.

Nos conocemos hoy mucho más que en ese primer encuentro, por lo que su confianza ha vencido a mi miedo y su maestría ha desterrado a mi inexperiencia. Hemos avanzado mucho en el conocimiento mutuo el uno del otro. Y hemos avanzado mucho también en el sinuoso camino de los azotes. Hemos ganado en variedad y en intensidad. Así pues, esa columna marrón nos iba a venir muy bien.

Y el caso es que ni la rozamos. Ahí se quedó, observando sorprendida cómo compartíamos nuestro tiempo juntos olvidándonos de ella por completo. Olvidándonos hasta de la fusta. 

Temí a la primera columna, la cuadrada, a la que sólo me amarré unos minutos para recibir unos pocos azotes. Me habría pasado todo el tiempo del mundo apoyado en la segunda, la cilíndrica, exponiendo mi piel a cualquier uso que Mi Dueña hubiera querido darle. Ella lo sabe, yo lo sé. Quizás por eso ni siquiera fue necesario utilizarla. 

¿Tendremos una columna la próxima vez? A saber. Lo que sí tenemos claro es que, cuando estamos juntos, ha dejado de importarnos lo que tengamos y lo que no. Ha dejado de importarnos lo que hagamos y qué no. Ha dejado de importarnos cuánto tiempo tengamos y cuánto no. Quizás porque sabemos que, en el fondo, lo tenemos todo.
 
el_siervo[AI]

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Mis expectativas han sido superadas al leer esta entrada, y eso que las expectativas eran muy altas. Pero es que cada palabra destila emoción, autenticidad y profundidad.
Habitualmente me resulta fácil identificarme con las situaciones que vive el sumiso, pero adentrarse en estas líneas son como hacer un viaje astral.
Me quedo suspirando por apoyarme en la columna, expuesto, tragando saliva.
Gracias por regalarnos esta otra mirada tan especial.

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